viernes, 25 de agosto de 2017

Un paseo por el pinar

Anteanoche se produjo una tormenta veraniega en los cielos de Vinuesa. Fue un espectáculo formidable de relámpagos, truenos, viento y agua. Todo el mundo decía que ya era hora. Estamos viviendo un verano muy seco y caluroso. Los aficionados a las setas se alegraron por un motivo añadido: las lluvias de finales de agosto son augurio de una buena recolección de níscalos y otras especies durante el otoño ya cercano. Casi recuperado de mi lesión de rodilla, aproveché el descenso de la temperatura para dar mi primer gran paseo por el pinar. Me cuesta encontrar las palabras justas para describir lo que siento cada vez que sigo una ruta forestal o me interno en la espesura boscosa a través de alguna senda. Es como entrar en contacto directo con la naturaleza primordial: la tierra, el aire, el sol, el agua, el cielo, las nubes, las masas de pinos, robles y hayas… He tenido la fortuna de visitar paisajes impresionantes en muchos lugares del mundo: desde el parque Serengueti en Tanzania hasta las montañas nevadas de Bariloche en Argentina pasando por los Alpes suizos, los Highlands escoceses, la costa californiana o las planicies de la estepa rusa. Guardo un recuerdo entrañable de las islas panameñas de Guna Yala (de las que me enamoré en 1994) y de las impresionantes y desérticas alturas del Norte de Potosí en Bolivia. Me impresionaron la Gran Muralla China, el Lago Victoria y el abigarrado ambiente de Calcuta. El mundo está lleno de más maravillas de las reconocidas por la UNESCO. Pero debo confesar que en ningún lugar del mundo he sentido lo que cada verano experimento cuando camino por los pinares de mi tierra. No es ridículo chovinismo sino un sentimiento de gratitud que hunde sus raíces en mi experiencia infantil, cuando el mundo adquirió los perfiles del primer paisaje al que se abrieron mis ojos de niño, a lomos de un caballo guiado por mi abuelo.

Hace años organicé algunos campamentos con niños y jóvenes en estos parajes. Varias noches dormimos al raso, sin la protección de la tienda de campaña, expuestos a las estrellas y al relente nocturno, tumbados sobre la tierra. Organizamos marchas a pie hasta la Laguna Negra y los Picos de Urbión, donde nace el río Duero. Navegamos por el embalse de la Cuerda del Pozo. Contamos historias en torno al fuego, cuando las normas antiincendios no eran tan estrictas como en la actualidad. Eran proezas de juventud, vividas con amigos de entonces. Ahora disfruto caminando solo. Durante muchos minutos me sorprendo pensando… en nada. Dejo la mente en blanco, en una especie de stand by que me relaja. Sigo el ritmo de mis pisadas, acompaso la respiración y me dejo acariciar por suaves ráfagas de brisa fresca que atemperan el calor de media mañana. Cuando desde la altura diviso el pueblo agazapado en el valle del Revinuesa, recuerdo siempre las palabras de Jesús al contemplar Jerusalén desde el monte de los Olivos: “Si supieras lo que conduce a la paz!”. Recuerdo algunos de los misterios gozosos y dolorosos de mi gente. Los gloriosos llegarán en el momento oportuno. A tres kilómetros de distancia, sobre la falda del monte, el pueblo parece diminuto, rodeado de árboles y cielo. Los tejados rojizos contrastan con la masa verdosa de los pinos. Me acomodo en una roca y me quedo un largo rato contemplando la estampa. Desde cerca, un pueblo es un muestrario de diversidad no siempre bien integrada. Desde lejos, todo parece un conjunto unitario y armónico. Caigo en la cuenta de que para comprender cualquier realidad, incluyendo mi propio yo, es preciso combinar siempre la dinámica cerca-lejos. De cerca se perciben los detalles; de lejos se aprecia el conjunto. Ambas miradas son esenciales y complementarias.

Comenzando el último mes de verano, las moscas se vuelven tercas. Es el único elemento perturbador a lo largo de un paseo apacible y entrañable. Ni siquiera la rodilla se rebela. Me pregunto cuántas veces he recorrido estos lugares que parecen siempre los mismos mientras yo he cambiado tanto. La estabilidad de los montes me recuerda que, aunque ya no soy lo mismo que hace treinta o cuarenta años, sigo siendo el mismo. Xabier Zubiri me ayudó a profundizar en la permanencia de la identidad personal en el continuo cambio (incluido el de las células corporales) de las experiencias. Es el misterio de la vida: somos cambiando; cambiamos siendo. No necesito leer ningún libro para comprenderlo. Los riachuelos de la sierra y las crestas de estos montes me lo susurran por si yo quiero quedarme con la copla. Aquí nada se impone, todo se ofrece. El sudor me recuerda que, incluso las experiencias más placenteras, tienen siempre algo de arduas. No hay satisfacción sin combate. A medida que el camino asciende se vuelve un repecho trabajoso. Disminuyo un tanto la velocidad para ganar resuello. Así disfrutaré más de los descansos. A más altura, más perspectiva. Me encanta el valle y su ambiente protector, pero necesito también horizontes amplios. Las gentes serranas necesitamos abrirnos de vez en cuando a las inmensas llanuras de Castilla; si no, nos volvemos un poco abertzales, narcisos que se miran en el espejo de una tierra hermosa que no agota el mundo. Ningún repliegue ayuda a madurar. Somos éxtasis continuo, apertura, encuentro, diálogo. Nunca entiendo mejor lo que sucede en el valle que cuando lo contemplo desde la altura. Es hora de bajar. Me aguardan otras historias. Mañana será otro día.

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